Tal como se había anunciado en las Conferencias de Yalta y Postdam, la circunstancial alianza entre las democracias capitalistas occidentales de los enemigos comunes: el nazismo alemán, el fascismo italiano y el militarismo japonés. No debió pasar mucho tiempo para que las irreconciliables diferencias entre el capitalismo y comunismo volvieran a aparecer, encarnados ahora Estados Unidos y la Unión Soviética que marcarían un rumbo de la diplomacia internacional durante la segunda mitad del siglo XX.
Aún cuando ambas naciones jamás llegaron a un enfrentamiento bélico formal, sí lograron imprimir una “tensión permanente” en el panorama político mundial y casi ninguna nación del orbe logró sustraerse del conflicto. Se ha dicho que la permanente amenaza de una Tercera Guerra Mundial, acrecentada por la desenfrenada carrera armamentista que impulsaron a estos lugares, mantuvo siempre a raya los impulsos belicistas, evitando un conflicto armado de insospech
adas consecuencias. No obstante, el deseo de estos países por ampliar sus “esferas de influencia”, explotando e imponiendo sus modelos ideológicos hacia otras latitudes, condicionó el desenlace de una serie de enfrentamientos armados alrededor del mundo. En ellos parecían resolverse la gran batalla o pelea entre ambos lugares. Tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética no disminuyeron en recursos ni métodos para intervenir en las peleas que tenían lugar en el Tercer Mundo y que se ofrecían como oportunidades ideales para ganar terreno al enemigo.
Así, durante 46 años el mundo se dividió en dos partes ideológicas enfrentadas, militar y económicamente de forma constante, a pesar de los esfuerzos de la
Organización de las Naciones Unidas por disminuir la tensión internacional. A este proceso se le denomina Guerra Fría.
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